La otra noche con
Cecé, tuvimos una cena romántica, romanticona.
A no entusiasmarse mis queridos lectores, que lo que sigue no es ningún relato
porno-
lésbico, a la manera de
Anais Nin (escritora que, en otro orden de cosas,
recomiendo enfáticamente para jornadas masturbatorias). Sencillamente salimos tarde y hambrientas de nuestra clase de teatro, y dominadas por el espíritu de la improvisación, terminamos sentando nuestros culos famélicos en una de esas
terracitas conchetas de
palermo,
so-ña-da.
Apenas entramos, mientras la
recepcionista nos mostraba el lugar,
Cecé y yo
proferimos todas clase de
grititos y frases entusiastas:
ahhhhh, qué lindooooo, mirá la terraza, mirá la luna, ayyyy. Es que evidentemente tenemos atraso de citas; en lo que a mí respecta, la última vez que fui a un lugar paquete, el sujeto que tenía enfrente examinó la cuenta con tal mal gusto, que me obligó a decir:
mirá que podemos compartir los gastos. Horrible. Y no es que me sienta completamente eximida de pagar una cena, si con Martín lo hacía
religiosamente. Pero en una primera cita, qué necesidad hay de hacerme sentir que soy una compañía demasiado cara, por favor.
En este caso, como las dos somos clase media media, con aires (según dice
Cecé), estábamos provistas de nuestros respectivos plásticos: que pague el banco, y después se verá.
Vino, sabores exóticos, parejas apasionadas; todo un espectáculo para nuestros sentidos adormecidos por la soledad. A la segunda copa admitimos,
qué lindo sería venir acá con un hombre, y creo que nos odiamos un poco por ser dos solteronas que se tienen, exclusivamente, la una a la otra.
La soltería de
Cecé es bastante más
indescifrable que la mía. A ver, yo todavía estoy penando la desilusión de mi ruptura con Martín, defendiéndome lo más que puedo de los ataques masculinos, si por casualidad ocurre alguno. En un plano más concreto soy una mujer grandota y de aspecto dominante, lo que rara vez resulta atractivo para el sexo opuesto. Cuando digo grandota, en realidad pienso en
gorda, pero repartida, gracias a mi longitud considerable, que me convierte en algo así como tres modelos juntas, o cuatro. No es que me interese proyectar una imagen
pasarelesca, pero mi cuerpo no conoce la fragilidad, lo que a veces, la mayor parte del tiempo, no está a tono con la parte de mi ser que carece de forma (¿el alma?) siempre a punto de romperse. En definitiva, mi cuerpo me contradice, qué inconveniente.
Pero el caso de
Cecé es radicalmente distinto, yo la miro y pienso que es todo lo que un hombre podría desear. Es
her-
mo-
sa, coqueta, inteligente, graciosa; es el tipo de persona que embellece el mundo, y no en un sentido superficial de
magazine de modas, sino con esa clase de belleza que imita al arte, o mejor dicho, de la que el arte intenta dar cuenta. Porque más allá de la armonía genética, sus gestos, sus movimientos, tienen esa gracia y magnetismo
madonesco, que quitan el aire. Yo, si fuera hombre, la adoraría, y ojo que siendo mujer la adoro bastante, hasta dónde mi
psiquis represiva me lo permite, al menos. Y sin embargo está sola y con unas ganas locas de dejar de estarlo.
Y así como ella, estoy rodeada de una legión de solteras blandiendo la bandera de
"mejor, mal acompañadas", pero que siguen solas, obsesionadas con imposibles: tipos casados con otra, o con dios, o
alienigenas, cualquier cosa que redunde en una traba para concretar la unión amorosa. También están las avocadas al éxito profesional, que ocupan poderosos escritorios de gerente en tal o cual
multinacional, trabajando de lunes a lunes, pero que también, de tanto en tanto, me lloran su soledad. Porque las mujeres a las que me refiero son mis amigas, nada de esto lo leí en la
cosmo, eh. Aunque podría haberlo leído perfectamente, porque así de
boludas nos ponemos las mujeres cuando nos sentimos tan, pero tan profundamente solas.
Así me siento hoy, al menos, sufriendo por el gran
desencuentro al que estamos condenados los seres humanos. Preguntándome qué hay más allá del reino encantado de la bella durmiente, qué viene después de la desilusión, de la mentira de
Walt Disney, y si alguna vez maduraré lo suficiente para verlo.
Triste por
Cecé, por mí, y por todas aquellas que todavía soñamos con un final feliz, cada vez más cercanas a la bruja que a la princesa. Combatiendo la tristeza con cenas románticas entre amigas, y mucho, mucho alcohol. Solas y desencantadas. Desilusionadas, endeudadas, mujeres frágiles o fálicas, con los nervios de punta y el corazón roto.
Jodidamente solas.